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29 junio 2013

El Forastero #3

3

Vivía en la casa de mi mamá. No estaba de novio ni tampoco me juntaba mucho con amigos. Me juntaba, no crean que era un antisocial, digo que no tanto. Que sé yo, a veces pasa. Hay épocas que te juntas casi todos los días, y hay otras que no, que sin darte cuenta pueden pasar varios meses sin ver la cara de tus más íntimos amigos.

Me la pasaba en la calle. Aparte de la jodita de ir a ver casas en alquiler o venta me gustaba caminar. Caminaba mucho, por todos lados, sin cámara pero mirando todo. Me gustaba mirar a la gente, como que quizá el ojo oficiaba de cámara, no sé. Hay gente que mira vidrieras, los diferentes modelos de autos o absolutamente todas pero todas las minas que pasan, o los tipos. O sea, yo también miro minas, no me hago el que estoy más allá de algo, ni el asexuado boludo. Obvio que miro y que miraba; culos, tetas, piernas, pies (calzado de por medio. Más bien bajo, zapatillas, o “chatitas”), orejas, caras, manos, dedos y uñas pintadas de rojo, de negro o sin pintar. Aclaración aparte: No es definitorio, pero las manos de las mujeres, para mí, son muy importantes, no me pregunten por qué. Pero me refiero a otra cosa; a mí me gustaba mirar a la gente en general, mirar a todo el mundo. Mirar.

Entonces eso hacía: caminar y mirar. Me sentaba en un banco de plaza o en el escalón de un edificio y miraba a la gente. Miraba y no hacia absolutamente nada. Me limitaba a eso. No sé. Sentía una fuerza suprema en mirar, en ver cada detalle de la gente, cada detalle en las caras, los gestos, las muecas o situaciones puntuales. Un maremoto de desconocidos circundando las calles día tras día. Y yo estaba ahí, en el medio, pasando totalmente desapercibido, me sentía el hombre invisible. El mejor poder para alguien de mi especie: invisible y con el gusto de mirar. Nada podía salir mal. Lo tenía todo. Todo ese barullo de gente, esa maza critica de millones de identidades, de golpe mi ojo, por quién sabe qué razón, se detenía en una. En una persona x. Viste que pasa eso, de golpe mirás a esa persona con mayor atención y de apoco empezás a sentir que la conocés, de un momento a otro, te parece de toda la vida. Como que vas entendiendo sus movimientos, vas reconociendo sus rasgos, su pose, su manera de caminar, su andar, de golpe ese swing, calza perfecto en el mundo. Esa ropa va justo para esa personalidad, no podía ser de otra manera. Y esa persona para vos ya no es un desconocido. Ya está, se distingue del resto. Es otra, distinta, y nunca más va a volver a ese lugar. Todo esto se incrementa por mi memoria caprichosamente selectiva. Mi memoria que me dice “Hola, sos este boludo”, Boludo, porque de alguna manera me condena, me obliga a no olvidarme nunca jamás de cuando una ex novia, una vez, me esperó fumando un pucho en el umbral de una casa a las 10 de la noche. Sentada como una chica que espera en una película, entre sexy y antiheroína. Esa imagen de videoclip, de película quedó para siempre clavada ahí. Cada vez que paso por ese umbral, la veo, la veo ahí. Sentada, fumando. Veo la escena en cámara lenta. La veo como en una escena de una película imposible. 

Volviendo. Esa persona cualquiera que se destaca del resto va a quedar en mi memoria. Veo por la calle gente que no conozco, que nunca jamás en la puta vida hablé, pero me la acuerdo de otra vez. De algún otro momento, de algún cruce en la calle, de algún colectivo. La veo y siento que la conozco... y digo... “¿de dónde la conozco?”... y pienso y pienso. Y hasta no sacarlo no paro. Por lo general me acuerdo. Hay días que no, esos días son para mí en un punto, mejores. O sea, al principio me gusta “jugar” a acordarme. Pero cuando no me acuerdo, como que siento una especie de liberación. O sea, insisto, me gusta el juego, lo que digo que a veces no está tan bueno acordarse de todo absolutamente todo. 

Entonces como me gusta mirar gente distinta, camino, camino mucho. A travieso los mil putos barrios, me recorro la cuidad entera. Camino, me gusta, es como que mis pensamientos también caminan, siento como mi cabeza viaja. Y mirar lugares no reconocibles estimula la cabeza, la refresca. Entonces por eso me perdía, me perdía a propósito, mientras más me perdía mejor era, mientras más me perdía, mejor llegaba a donde quería llegar.     

Continúa.

2 comentarios:

  1. De adolescente, y hasta que empece a convivir con mi esposa, salia a pastorear por el mundo, observando a los demas, sintiendome invisible. Me pasaba lo mismo en la bici, hasta que la cambie y la miran mas que a una nami en bolas por la calle y ya no tengo ese superpoder.
    Caminar, desde Belgrano, pasando por Plaza Italia, Santa Fe, Florida y llegar a San Telmo (donde vivia) donde podia ver la fauna con sus distintas especies y que ni se percaten de mi mirada observadora.
    Con mi esposa lo hacemos tambien, nos sentamos en un bar o restaurant (a comer o merendar) y observamos a las personas pasar.
    Ahora no tengo una imagen como la tuya que me haya quedado en el marulo.
    Lo que si, al tener este poder de la invisibilidad sufrimos con los mozos que no nos observan.
    Lo que si, el sabado en una de mis clasicas superbicicleteadas (Sarandi-Cañuelas esta vez) estaba sacando unas fotos en la ruta 205, pasando Ezeiza y alguien en un auto me saludo como si me conociera y yo lo mire, pensando lo mismo. No se de donde, pero se que lo conocia de algun lado y me tiene como loco pensando quien era.

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    1. Jaja! Buen poder el del invisible, pero todo depende del contexto! Algunos mozos igual, se pasan de vivos!
      Muy bueno tus recorridos, loco!
      Gran abrazo y veamos por donde sigue todo esto.

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