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28 julio 2015

Los novios saludarán en el atrio

Una vez que la pareja de novios es formalmente bendecida, el sacerdote da vía libre a la pasión y dice: "Puede besar a la novia". ¿¡Novia!?, acaba de decir: "Los declaro marido y mujer", ¿existe incongruencia mayor? Un ápice de sentido común, Señor, o acaso somos nosotros los únicos que creemos que debería decir: "Puede besar a la esposa".


13 julio 2015

Contactos del celular

Más aburrido que Cristo en la cruz, agarré el celular. Todo joven moderno del hoy cuando no sabe qué corno hacer agarra el celular. Me vi todos los videos de WhatsApp que bordean la perversión más profunda; respondí a cada uno de los mensajes de los grupos, todas boludeces, claro; scrollee en Twitter y pensé en vano algún tuit genial; chequee mails y me vi las 7589 fotos que vengo acumulando y me prometo bajar a la computadora desde el 2010.
¿Entonces?
Mi diversión estaba en juego.
No podía seguir así ni un segundo más. Mirá si en una de esas me pongo a pensar en cosas de la vida, en “¿Adónde hemos llegado?”; o “Cómo pasa el tiempo”. No, por Dios.
Entonces… ¡pah! La palabra “contactos”, me vino a mí como un rayo espectral del recóndito más allá
¿A ver los contactos que tengo?
Y descubrí algo increíble.
Tengo contactos agendados que no sólo no tengo ni la más remota idea de quiénes son, sino que en muchos casos si siquiera son personas humanas.

Ampliamos:
Tengo 252 contactos, no me hago el capo carismático, hiper conectado con el mundo, eh! La verdad verdadera es que ni sé si es mucho o poco esa cifra, simplemente te describo un dato de la realidad.

Contacto 1: “121724”
¿Quéééééééééééé? ¿Qué carajo es eso? Ni siquiera es un nombre. Será una clave de algo. El password de algún mail o del banco. No tengo la menor idea. Espero que no lea esto algún malhechor con ganas de profanar mis tan preciados e-mails. Porque plata en el banco: Ja-Ja, dale, contante otro chiste.

Contacto 2: “70703”
Otro número. ¿Qué onda? Para mí que borracho escribo números para jugarle a la quiniela. Y después, al otro día, lo olvido por completo. Es más, no me gusta el juego. No sé porqué de borracho pensaría en jugarle a algo.

Contacto 3: “A”
Bien. Vamos mejorando. Una letra de nuestro hermosísimo abecedario. Pero, no, no sé qué insinúa esa firme letra A.

Contacto 4: “Claudia / Franco / Juan
A falta de nombres de contacto: ¡TRES! Tres nombres en un mismo contacto. Con un mismo número de teléfono. Ni la más remota idea de quién es esta gente, che.

Contacto 5: “Débora F. Claro”
No conozco a ninguna Débora. Será alguna teleoperadora de ‘Claro’. Sí, será eso, salvo por el pequeño detalle que tengo Personal. ¿Qué fenomeno?

Contacto 6: “Esther Lerner”
No conozco ninguna Esther con ‘H’. Bueno, sin ‘H’ tampoco ¿Quizás una noche de copas me chamuyé a la tía solterona de Alejandro? Nadie de menos de 50 años se puede llamar “Esther”.
Tranca, no voy a escribir todos los contactos, sólo los destacables. Así después podés seguir con tu scroll matutino.

Contacto 7: “Gaona 2000”
Bueno, una dirección, pero a esta altura no quiero averiguar de qué.

Contacto 8: “Máximo Cosetti”Juro por la Santa Biblia que tengo un contacto bajo este nombre. ¿Qué hay en él? Un número de 4 cifras del que no tengo la menor idea. Alguna otra clave o cifra que no debía olvidar. Bueno, parece que tan importante no era.

Contacto 9: “Raúl”
No conozco ningún Raúl, y lo digo remarcando la R: “Rrrrrraúl”, y para peor de males. No tengo un Raulito así nomás, no. Tengo “Raúl”; “Raúl casa”; “Raúl celular”; “Raúl celular 2”. O sea, no me olvidé un contacto cualquiera, me olvidé una persona que parece era importante en mi vida. Si estás leyendo esto, Raúl, te pido mildis.

Contacto 10: “Santiago Aldano Julio”
¿Quién se llama “Santiago Aldano Julio”? Ah, podría ser Santiago Aldano / Julio. Onda que Julio me lo presentó y/o recomendó. A veces hago esas cosas. Pero el Julio que tengo agendado es reciente. O sea, la teoría se desvanece en un mar de olvido.

Eso mismo, ni olvido ni perdón.

Sebastián Culp
2015



10 julio 2015

Nada más frívolo que la estúpida Alegría - Parte 3

Por Lucila Yañez

Toqué algunos acordes sueltos a modo de acompañamiento del discurso conmovedor que improvisé con el objetivo de pedir disculpas por mi torpeza.
Disculpas que fueron amenamente aceptadas, excepto por Olga que decidió ir a recostarse por un instante.
Luego de un silencio algo incómodo y prolongado les comuniqué que tocaría una pieza especialmente compuesta para ellas.
Una de esas desconsideradas cacatúas, ni aunque lo intente podría recordar su nombre, preguntó cómo se llamaba la canción.
Probando las cuerdas y casi murmurando dije “Mis encantadoras amigas del té de los martes... menos Alegría”.
Alegría irrumpió en un convulsionado ataque de tos al atorarse con una de las masitas que ella misma había preparado para esa tarde.
Antes de que esa desdichada pudiera decir algo al respecto arremetí con las cuerdas del arpa.
En medio del avatar supe mirarla de reojo, estaba bebiendo un sorbo de agua para mitigar el ahogo.
El resto de las mujeres observaba expectante mi rutina.
Era espectacularmente liberador.
El tema musical explotaba frente a sus ojos.
Era fantástico.
Mis dedos se movían al ritmo de aquella armonía rabiosa.
Fue espléndido.
Fue espléndido hasta que, de un momento a otro, mis uñas comenzaron a salir proyectadas de mis dedos cual estrellas ninjas, por sobre el minúsculo auditorio.
En un principio no lo noté, inmersa en un frenesí insostenible continué ejecutando el instrumento.
Con tanta pero tanta mala suerte que cuando Olga regresó al living, tras escuchar los gritos y las risas, recibió un impacto de uña en uno de sus ojos.
Alegría se vio obligada a abofetearme para que dejara de tocar, entre tanto, las demás asistían a la recientemente devenida en tuerta.
Pasados tres meses alguien me dijo que Olga había sufrido un severo desprendimiento de retina.
Por supuesto, ya nunca volvieron a invitarme.
¿Y todo por qué?... por culpa de la impertinente de Alegría.
Siempre esa maldita Alegría.
Apelé a todo para que me viera feliz, pero la felicidad ajena la corroe.
A veces siento pena por ella... ¡es tan tristemente frívola la pobre!

Fin.

09 julio 2015

Nada más frívolo que la estúpida Alegría - Parte 2

Por Lucila Yañez

En medio de la vorágine del acto de manicuría ubiqué la diminuta uña del meñique en el dedo índice derecho y viceversa. A veces todavía me pregunto en qué estaba pensando.
Puedo jurar que era casi imperceptible... pero la intratable de Alegría tenía que regocijarse con ese fatídico error.
Todo empeoró de manera rotunda cuando me sugirió que aprovechara las paupérrimas virtudes del pegamento y, simplemente, las arrancara devolviéndolas cada una a su lugar.
Creo que empalidecí.
Una gota de sudor frío recorrió con agilidad mi espalda.
Era obvio, Alegría no sabía que yo había utilizando un pegamento universal que una vez que pega... nada, pero nada, lo despega.
Como acto reflejo balbuceé que era una elección estética personal y a conciencia.
Alegría hizo un esfuerzo descomunal, debo reconocerlo, para contener su risa, de hecho, sus hombros temblaban discretamente, sus ojos se humedecían sin control, pero lo que valoro es que su boca permanecía rígida, inmóvil.
Tuvo que arruinarlo al preguntar con fingida ingenuidad por qué en la mano izquierda no había alterado el orden de las uñas.
Me sentí perdida y no lo puedo aseverar pero creo que atendí el teléfono sin que haya sonado, sólo para dilatar o evadir este maldito asunto que me ponía en ridículo frente a Alegría.
Mantuve una charla prolongada y bastante amena con el tono.
Por pudor, evité observar a Alegría mientras me pavoneaba junto al teléfono.
Conversé durante tanto tiempo que cuando corté y volteé para ver su expresión, Alegría ya no estaba.
En ese momento de intimidad contemplé mis manos.
Intenté despegar la pequeñísima uña de mi dedo índice, pero se volvió imposible.
Coloqué mi dedo bajo el caudal de agua tibia pero, por desgracia, esto era irreversible.
Sucedió a fines de octubre y yo, ridículamente, aún usaba guantes en público.
Semanas después me supe ganar el apodo de “eremita” entre Alegría y las demás ignorantes del té de los martes.
Comencé a callar durante las reuniones por sentirme, en parte, juzgada.
Ellas se mofaban al verme merendar con los guantes puestos. En realidad era un estúpido placebo, nunca supe por qué lo hice... Alegría se había encargado personalmente de relatar una y otra vez, cada perverso martes, la anécdota de mi sesión de manicure.
Con el correr de las reuniones entendí que debía volver esa peculiaridad a mi favor, y así lo hice.
Estaba dispuesta a recuperar la alegría que Alegría había arrebatado de mis manos.
El primer paso fue presentarme un martes al descubierto, sin nada que ocultara mis extremidades.
Sigo recordando el rostro estupefacto de Alegría y aún hoy continúa generándome la misma satisfacción que en aquel mismísimo momento.
Durante ese evento fui un ángel.
Me lucí abriendo con el filo de mis uñas los complejos cierres de los recipientes de queso untable, también los díscolos paquetes de galletitas que poseen ese patético sistema de apertura con la demoníaca cinta roja, que nunca logra realizar el recorrido completo de abertura.
Pero el gran acierto, o lo que creí que sería el verdadero y magnífico acierto, fue comprarme un arpa.
De inmediato, tomé clases con un talentoso profesor paraguayo.
Nunca lo comenté con ellas, sería una sorpresa increíble.
Luego de la sexta clase estuve preparada para componer un tema.
Tema que, lógicamente, titulé “Mis encantadoras amigas del té de los martes... menos Alegría”.
Mi maestro dijo que el título era algo polémico, yo estimo que se refería a que resultaba algo extenso. Honestamente, no me importaba.
La hora de la venganza había llegado.
Consideré que la situación lo ameritaba y, por primera vez, me pinté las uñas con el esmalte color morado mora.
Pasé la noche en vela junto a mi arpa, practiqué una y otra vez.
En ocasiones llamé al profesor en medio de la madrugada para que me escuchara y aconsejara. Todavía había compases que me generaban duda.
Durante el día decidí tomar un baño de inmersión para aliviar tensiones y relajar las manos que, para ese entonces, estaban entumecidas.
Dormité en la tina hasta que por fin desperté.
Me vestí, maquillé y peiné.
Limpié con cuidado y guardé el instrumento en su estuche.
Telefoneé por última vez a mi maestro.
Y digo por última vez porque el muy grosero hilvanó una serie de enérgicas palabras en guaraní permitiéndome intuir que no me estaba deseando buenos augurios para mi performance vespertina.
Llegué al rutinario té de los martes.
Al entrar con el enorme empaque del arpa no pude maniobrar correctamente y destruí en mil pedazos la impecable y antiquísima vajilla con la que siempre merendamos en casa de Olga.
Mientras todas recogíamos los pocos pedazos que no se habían pulverizado, la dueña de casa permanecía sentada en una silla con la cabeza entre las piernas, recuperándose lentamente de la severa descompensación que acababa de sufrir. Por supuesto, Alegría se descostillaba de risa al mismo tiempo que la abanicaba con un ostentoso portarretrato que enmarcaba el rostro siniestro de un pierrot.
Poco después de ese mal trago, tuvimos que tomar el té por turnos en la única taza que había resultado ilesa del brutal ataque del arpa.
Ahí mismo desenfundé mi arma musical.

Continúa.

Nada más frívolo que la estúpida Alegría - Parte 1

Por Lucila Yañez

Lo admito, no soy una persona simple.
Pienso demasiado.
Podría decirse que soy un ser sumamente profundo.
De igual manera, lo prefiero.
Si no pensara seguramente sería un ser feliz, pero frívolo.
Y si hay algo que no concibo es la frivolidad.
Con esto no quiero decir que sea infeliz.
En absoluto. Puedo estar desconforme o algo frustrada, quizás, pero no creo que eso oculte un perfil de mujer desventurada.
De hecho, podría asegurar que en oportunidades luzco como feliz.
Tampoco es cuestión de ir haciendo gala de la fortuna de uno.
Eso es lo peor que se puede hacer.
Cuando uno se muestra dichoso, la gente parece no soportarlo y ahí radican los verdaderos problemas.
Recuerdo una vez que con mis ahorros compré un set de uñas postizas.
Precioso y muy completo.
Consistía en un pegamento, veinte uñas de un largo formidable y dos limas especialmente diseñadas para modelar a gusto este tipo de implantes de coquetería femenil.
Tan completo era, que incluso traía de obsequio dos esmaltes: uno color rosa bouquet y otro morado mora.
En el fragor de la maravillosa compra lo desplegué frente a, por aquel entonces, mi amiga Alegría.
Sí, así se llamaba.
Odiaba su gracia, siempre despotricó contra la excéntrica elección de sus padres.
Es probable que, en ciertas oportunidades, se sintiera un poco presionada por nosotras.
Todas pretendíamos que su singular nombre se correspondiera con su actitud.
Todas esperábamos con avidez su sonrisa.
Ella debía animarnos en situaciones adversas y divertirnos en ocasiones festivas.
No podría precisar con exactitud cuándo, pero Alegría se convirtió en una persona afligida, taciturna y, por sobre todo, tremendamente malintencionada.
Por consiguiente, no me sorprendió que haya lanzado una mirada apática sobre el kit de belleza de manos y me haya asegurado que ese pegamento no sería efectivo para tal propósito.
Me eché a reír y, señalando una estampa del estuche, le expliqué que ese set estaba absolutamente testeado por una reconocidísima asociación que reúne damas que luchan contra la onicofagia.
Su mirada incrédula me intimidó, así que sólo di comienzo a mi ansiada velada de manicure una vez que ella por fin se marchó.
Organicé sobre la mesa los distintos elementos.
Procuré sintonizar una emisora radial que generara un ambiente relajado y adecuado para desempeñar tal tarea de precisión. Opté por un programa que transmitía temas melódicos entonados por pequeñas lumbreras de la canción, o dicho en otras palabras, por niños que eran acercados a la estación de radio local por padres ávidos de hacer realidad sus propios sueños y no los de sus dóciles hijos.
Leí atentamente las instrucciones de uso.
Fue entonces cuando coloqué la primera gota de pegamento en la cavidad de la uña apócrifa.
Con sumo entusiasmo la presioné sobre mi dedo índice izquierdo y esperé.
Esperé hasta corroborar con pavor que aquella sentencia promulgada por la infeliz de Alegría era total y desgraciadamente cierta.
Releí las claves de uso y repetí la maniobra.
No sólo no obtenía el resultado deseado sino que, además, ya había estropeado tres pares de las tan preciadas uñas de fantasía.
Pude imaginar a la que se decía mi amiga sonriendo socarronamente al ratificar que aquel pegamento de pacotilla era de una inutilidad extrema.
Entonces lo decidí.
Sí, señor.
Resolví con premura maquiavélica servirme de un pegamento de calidad efectiva.
No iba a permitir que Alegría me viera derrotada.
Coloqué con admirable firmeza cada una de esas piezas seudoplásticas.
Las voces de los niños cantores acompañaban coreográficamente mi accionar.
Fue maravilloso.
Eran las manos más bellas que jamás había visto... ¡y eran mías!
Claro que Alegría no pensó lo mismo, inmediatamente después de mostrárselas, notó mi equívoco y me lo hizo saber.

Continúa.

07 julio 2015

Yo Filmé Porno: Capítulo 5: El final

Capítulo 5: El final

Llegué a la locación: un locutorio y ciber.
Onda 12 de la noche. Día de semana.
El clima era raro. Había tres chicas y ningún tipo.
En eso llegó el productor re contra puesto, hasta la manija, mandibuleando.
Yo empecé a armar la cámara. El productor hablaba y decía cosas que ya sonaban mal.
Una de las chicas no iba a actuar, ya había filmado otra escena en un estacionamiento de autos, ahora había ido a acompañar a sus amigas. La tenía re contra clara. Esa gente que sabe moverse en el mundo. Le tocó ser puta, pero no se comía la que no le cabía (valga la metáfora-chiste-fácil).
O sea, se iban a filmar sólo dos escenas. Dos chicas y dos tipos.
Llegó uno de los tipos con su novia: una travesti.
“¡Listo, estamos todos!”, dijo el falopa del productor.
“No me daban los números. Pero, bueno, empecemos”, pensé.
Puse la cámara bien alta. Me paré sobre el mostrador de la caja del locutorio y apuntaba hacia una cabina. Ahí el productor me empieza a pedir cosas inentendibles. La cosa se iba caldeando, empezó a elevar la voz. Daba vueltas sobre su eje, daba todas las directivas que no había dado en los 20 videos que filmé, de golpe, ahí, todas juntas. De pronto quería ser Victor Maytland, pero sin saber un carajo. Le gritaba a las minas, al flaco, a mí. Se acercó a donde yo estaba colgado, se subió al lado mío y me gritó: “ACÁ QUIERO LA CÁMARA, ¡¡¡ACÁ!!!”, haciendo un gesto con la mano, poniéndola bien contra la pared y el techo, justo en el angulito. Yo le dije que tenía una Mini-DV PD 170, una cámara de 50 centímetros de largo y tres kilos, no una cámara de seguridad del tamaño de una canica.
Se bajó y siguió con sus delirios. Hora y pico, y todavía estábamos en veremos. Me exigía no sé qué cosa y yo le dije, colgado y todo transpirado: “Si me bajo de acá, es para irme. Te dejo garpando con toda lo que alquilaste”. Ahí reculó, pero apenas. “Estoy haciendo todo lo posible”, seguí diciendo.
Bueno, empezamos a filmar. Un tipo y una chica en una cabina telefónica. El pibe no podía, no se le paraba, con ese clima que sobrevolaba en el ambiente si se le paraba era un milagro. La novia travesti del flaco, que estaba ahí, a un costado, mirando todo, lo llevó al baño para chupársela, para que se le parara y poder filmar la escena.
Así varias veces, pero nada. El flaco llegaba a la cabina donde lo esperaba la actriz y se le bajaba.
Entonces se optó por que no se fuera tan lejos: Su novia travesti se quedó apenas al lado de la cabina (por supuesto que quedaba afuera de cuadro) para chupársela, que se le parara y poder filmar rápido la escena. Mientras la actriz esperaba ahí, adentro de la cabina, desnuda, en cuatro patas con el culo apuntando para la puerta. Esperando el milagro. La travesti mientras le hacía la felatio a su novio, levantó la vista y vio un culo, el culo redondo y desnudo de la mina, y bueno, como estaba tan cerca, y le habrá parecido un lindo culo, ahí desperdiciado, solito, metió mano.
La escena era una travesti chupándole la pija a un tipo, mientras le colaba los dedos a una chica en cuatro, todo esto en un locutorio. Sin dudas, la escena estaba ahí, donde mi cámara hacia el recorte. No me pagaban para filmar eso, el Ruso buscaba otra cosa.
Finalmente el tipo mantuvo la erección y filmamos (ya con la travesti fuera de cámara) más o menos bien.
Después vino la otra escena. La otra mina ya estaba ahí, esperando. Pero el actor no aparecía. El productor me preguntó unas 25 veces si no quería actuar yo. Le dije que no cada vez. Me preguntó una vez más: “Pero ¿por qué no querés actuar?”, “Porque no me cabe, loco”, le respondí ya cansado.
Bueno, la cosa es que como no había conseguido otro actor para hacer la escena, tenía que actuar él. Esto, en principio no era demasiado problema, él ya había hecho cosas parecidas, el tema era que estaba muy drogado. Había tomado mucha falopa, entonces temía que no se le parara. En ese momento entendí el “nerviosismo” de antes. Sabía que iba a tener que enfrentarse con ese dilema. Planté la cámara hacia el box de una computadora. La escena era: un tipo estaba en internet, una chica entraba buscando máquina y se sentaba al lado, se miraban, charlaban dos segundos y a los bifes. Bueno, nada más alejado de esa simple premisa. El productor la estiraba y la estiraba. Hablaba solo, hacia gestos, le hablaba a la mina, le mostraba cosas en su máquina, pero no avanzaba. Parecía una escena de una novela mexicana no una porno.
Así el productor cortó la escena unas 10 veces. Una para acercarse a mi cámara y decirme: “Sebastián, ¡no estamos sacando la escena, eh!”.
“Jajaja, ¿no ESTAMOS sacando la escena?”, pensé yo. “O sea, ¿somos nosotros, vos y yo los que no estamos haciendo las cosas bien?”. Volví a pensar. “Creo que sos vos el que no consiguió a otro actor y vino re contra duro como un yunque”. Pero no dije nada. Si hablaba lo tenía que poner ahí nomás e irme a la mierda. No dije nada. Hicimos un descanso. El productor seguía a los gritos. Se la agarró con la chica de su escena.
Ya serían como las 2 de la mañana. Yo me fui a la puerta, me apoyé sobre un auto, al lado de una de las chicas que ese día no filmaba, la que la tenía clara. Salí puteando, re caliente, si fumara ese sería el momento ideal para hacerlo, pero no, no fumo. Ella sí fumaba. Le pregunté por qué no se iban a la mierda. No es que me quise hacer el Travis Bickle, defensor de putas, pero me parecía cualquiera lo que estaba haciendo el pelotudo ese. La mina estaba tranquila, fumaba y no había metido bocado en toda la noche. Me dijo que era así, que a veces pasaban esas cosas, que era común, que me quedara tranquilo.
Comentario que no hacía más que mostrarme cuán lejos estaba de ese mundo, que tierno que era, que pollito mojado en una tierra de leones con rabia. Obvio que ella era una víctima, pero era una víctima anestesiada.
Un bajón todo. La mina, de unos 25 años, tenía más ruta que dos veces yo —ahora que tengo 35—.
Finalmente se pudo hacer la escena. “Hacer” es un decir, porque lo que hicieron el productor y la chica fue fingir. Como no había planos detalle, se las ingenió (tampoco hay que ser una luz) para que pareciera que le estaba dando masa cuando en realidad tenía la pija muerta.
Qué liiindo, ¿esto no se trataba de hacer calentar a alguien? ¿No se supone que esto lo tiene que ver gente para que se excite, y esas cosas?
Bueno, fuimos el productor y yo a lo del Ruso. Yo como siempre, tenía que ir a bajar el material, el productor no sé, tenía que ir a hacer base y a justificar el papelón de trabajo que le estábamos llevando. En el auto discutimos, pero era como hablar con un Playmobil, no me escuchaba y respondía lo que su mundo de fantasía le dictaba.
No me acuerdo qué le dije al Ruso, tampoco era cuestión de ir con el cuento, pero charlamos, yo estaba re caliente. El Ruso, escuchaba, trataba de entender y ver qué era lo que pasaba. Por momentos se reía, todo el tiempo se reía y masticaba chicle. Me decía que no pasaba nada.
Bajamos el material en la computadora. Ese material imperdible. Único. Impactante. Que iba a revolucionar la internet toda.
Yo guardé mis cosas, me fui y no volví nunca más.

No tengo idea de si pudieron usar las escenas de esa noche en el locutorio/ciber.

Ni si el productor siguió filmando con el Ruso

Ni qué fue de la vida de la chica que fumaba apoyada en el auto esa noche.

Pero de lo que sí estoy seguro es que si el Ruso sigue en ese departamento, el guardaespaldas debe estar hundido en el mismo y desvencijado sillón individual mirando televisión a todo volumen.

Nota General I: Una vez el Ruso me propuso filmar videos de gays. Me dijo que había más plata. Me llamó y me mostró una imagen pausada e la computadora de un negro acabando sobre otro tipo. Me dijo: “¿Qué ves?”, sin dejarme pronunciar palabra, dijo: “Yo soy heterosexual, a mí me gustan las chicas, pero yo acá, —y me señaló la pija del negro— veo billetes... veo plata, dólares”. Y se rió. Como siempre. Se rió mientras masticaba chicle.

Nota General II: Una vez había ido a bajar el material después de una filmación y estaban solamente el Ruso y el productor. Mientras esperábamos que el material terminara de pasar, los dos me miraban raro y se reían. Daban vueltas por toda la casa, se hacían miraditas, gestos cómplices pero sin disimulo. Yo les pregunté que qué mierda les pasaba. Y riéndose, me decían que nada.
Ok, quizás vi muchas películas y series, pero por un momento tuve miedo. Pensé en Okupas, en el Negro Pablo y “abrir el libro en la página 7”. Pensé que me iban a abrir al medio y me iban a destripar ahí nomás.
Bueno, quizás exageré un poco, pero algo pasaba. Era obvio.

Fin.

Sebastián Culp
2015