12
Esto no
da para más. Nos acercamos, entonces, a algo parecido a un final. A una especie
de desenlace.
Mi
estadía en el mini-mercado de la estación de servicio estaba acabada. Me sentía
un espía sin misión, un detective sin caso, me aburría, debía cambiar de lugar.
Quizás dormir un rato. Arrastré los imanes y los folletos de locales que
estaban sobre la mesa con el brazo y los dejé caer en la bolsa de nylon. Era
triste como se veía el plano ahora sin los imanes y folletos, sólo las líneas
que había hecho en birome, yermas, baldías. Me quedé un segundo mirando ese
mapa, lo que quedaba de él. Ese barrio ahora fantasma, esas tierras olvidadas.
Me abstraje completamente. Miré la bolsa cargada de cosas, de papeles, y pensé
algo loco, no me juzguen. Bah, si lo hacen me chupa un huevo, piensen lo que
quieran. Allá ustedes, acá yo. Pensé que había una sola solución para ese
estado. Ese estado que traía desde hacía un tiempo. Había un único desenlace
para ese plano dibujado en la mesa del mini-mercado, para ese barrio ficticio:
El fuego.
Solo
las llamas de ese Dios de dioses podrían limpiar quién sabe qué cosa. Debía
arder, debíamos arder. Pará, no me malinterpreten, mi intención era prender
fuego los imanes y los folletos, nada más. Y eso estaba dispuesto a hacer.
Volví a poner cada papel de cada local en su lugar, sobre la mesa. Uno a uno. Y
el mundo volvió, el barrio resurgió como el Ave Fénix. Rearmé el plano
completo, el barrio. Otra vez, ahí estaba. Relucía de una salud de mierda. El
barrio “Proyecto F. Coppernico” estaba quizás
en su esplendor. Levanté la vista a “la chica que estudia”, estudiaba, llevé
los ojos a la cajera, y estaba tomando mate, (había que pasar toda la noche
ahí). Volví a mis
cosas, a mi barrio personal, lo miré, busqué en la bolsa de nylon, revolví
papeles de todos los tamaños, tickets, entradas de cine viejas, mis agendas
pocket de otros años de mí colección, un cuaderno y en el fondo una caja de
fósforos grande, de cocina. La abrí y se me cayeron todos los fosfores encima,
y otros fueron al piso. De un segundo a otro, todo era un mar de fósforos. Miré
a “la chica que estudia” que me miraba, me agaché tan rápido que creo que dejé
una estela como en los dibujitos animados y los empecé a juntar. Mientras lo
hacía, miré de ahí abajo a “la chica que estudia” y ya no me miraba. Ya estaba
una vez más en los libros, pero como sabiendo que la estaba mirando. Sabiendo
de su condición de mina linda. No hay nada más deserotizante que una mina en
pose de “sé que soy linda”. ¡Tomatelá!
Me
erguí, miré a la cajera que atendía a un cliente apurado por seguir camino. No
sé qué esperaba con todo esto, no sé qué pensaba, sólo sabía que el barrio, mi
barrio, debía arder ahí mismo, sin más. Le di mecha a un fósforo y lo dejé caer
sobre la mesa. No pasó nada. Prendí otro, lo dejé caer, y más que marcar un
poquito la mesa no hizo. Ahí la atención de “la chica que estudia” se centró en
mí. Yo tapé el fósforo con la mano. Pero el humo no lo pude disimular. “La
chica que estudia” miró a la cajera, luego a mí sin entender qué pasaba. Volví
a repetir la acción, pero con tres fósforos juntos, y esta vez no lo dejé caer,
los acerqué a un volante, luego a otro y a otro, y a un imán. En él lo dejé un
tiempo prudencial y para mi sorpresa, ¡el imán agarró! “La chica que estudia”
en shock miró el fuego, miró a la cajera, me miró a mí. Yo estaba con lo mío,
miraba el fuego, miraba mi obra, mi creación. El fuego era mío. El barrio
ardía. “La chica que estudia” ya asustada miró a la cajera, que de entre las
góndolas vio una luz, algo raro, yo quieto, inmóvil, mirando fijo el fuego que
se hacía más grande. La cajera miró a “la chica que estudia”, descolocada. Para
mí el tiempo se había desvanecido, se había diluido. Hasta que, ya casi encima
mío, la cajera decidida disparó:
—¿Qué
es eso, flaco?
Yo
reaccioné y me puse de pie como cuando dormido en el colegio te llamaban para
que sigas leyendo o algo, y otra vez en mí, (o casi) tomé dimensión y sabía que
había que apagar ese fuego que hasta el momento no era grave. Giré apenas hacía
el lado que venía la cajera y mi bolsa de nylon, que colgaba de mi muñeca,
atravesó el campo minado. Y agarró enseguida, una llamarada de lava salía de mi
brazo, intenté sacármela, pero no podía, la cajera que cambió su cara de enojo
y desconcierto a preocupación ciudadana, salió corriendo a buscar algo para
apagarme. “La chica que estudia” se paró, y miraba sin decir ni hacer nada. Yo
agitaba el brazo, aleteaba para sacarme la bola de fuego de encima, la cajera
vino corriendo con un secador, me estaba midiendo, es decir, a la bolsa, pero
no se animaba, yo me movía, saltaba, movía el brazo, hasta que:
—¡Pará!
Quedate quieto un segundo, no te muevas.— me dijo.
Me
miró, la miré, su claridad me dio confianza, seguridad. Dejé de mover el brazo,
ella apuntó y de un solo y certero golpe voló la bolsa a la mierda. Fue un
cuadrangular. La bola de fuego voló a la otra punta del mini-mercado como un
meteorito cayendo a la tierra. Me miró, la miré, fue un segundo de alivio. Un
segundo nomás, porque la mesa seguía prendida fuego. Tomé mi campera de
gimnasia para ahogar el fuego, al barrio que ardía. Pero era una campera de
nylon, me arrepentí. Vi que en el piso estaba mi cuaderno medio chamuscado que
se había caído de la bolsa en llamas, lo tomé y con golpes secos, empecé a
apagarlo. La cajera, con el secador en la mano, empezó a pegarle también con la
parte de la goma, y tirando al piso los papeles encendidos, los pisaba. Yo por
un segundo pensé: El barrio se extingue, el barrio ya no existe más. “La chica
que estudia” miraba. Miraba con el resaltador fosforescente en la mano. Cuando
ya teníamos medianamente controlado el asunto, “la chica que estudia” dice:
“Allá hay más”.
Los dos
mirábamos a “la chica que estudia” descolocados, y agotados, luego a dónde nos
indicaba. Atrás de una góndola, una luz encandecía, Nos movimos, ya
reconociéndonos como un equipo, y lo evidente, la bolsa de nylon hecha una
furia de fuego había impactado sobre otra góndola y ya ardían en comunión: La
bolsa; barras de cereal; chicitos; sugus confitados, esos de caja de cartón; la
góndola entera. Miramos el fuego, y actuamos.
—¿Dónde
está el matafuegos?— dije yo.
La
cajera me indicó. Yo corrí. Ella le dijo a “la chica que estudia” que llame a
los bomberos.
—¿Cuál
es el número?, no tengo idea— dijo “la chica que estudia”.
La
cajera se movía rápido.
—No sé,
flaca, el 911.
La
cajera salió del mini-mercado en busca del playero. Yo corrí con el matafuegos
y comencé con la tarea. Ya había mucho humo. Humo negro de los plásticos y los
chicitos, y después humo blanco del matafuego por todos lados. Y en el medio,
el fuego, el fuego seguía vivo. La cajera ingresó diciendo que el playero
estaba dormido en un cuartito y no se despertaba, pero no venía con las manos
vacías, traía un balde con arena, lo tiró sobre la llamarada, lo logró ahogar
un poco, pero no fue suficiente. Yo le pregunté a “la chica que estudia” si
había llamado a los bomberos, ella dijo que no se podía comunicar, que estaba
intentando. En ese mar de llamas alcancé a ver una de mis agendas encendida al
rojo vivo. Vi como las llamas que intentábamos combatir estaban haciendo una
justicia no pedida, una justicia casual, una justicia personal. Vi: martes 14
de septiembre de 2002, vi mi letra caótica, vi el listado de cosas que hice
aquel día, la hoja abarrotada de palabras, vi como ese día desaparecía, se
extinguía. Mis ojos brillosos reflejaban las llamas. Ya en el ambiente se veía
poco. La cajera me agarró de la mano y me dijo que debíamos salir, que ya no
había nada por hacer.
Yo me
dejé llevar pero la puerta automática no. Se había cortado la luz, se había
activado la luz de emergencia, y una fina lluvia caía del techo. Pero las
puertas no se abrían. Las puertas se habían empacado.
“La
chica que estudia” comenzó a gritar, que íbamos a explotar, que nos abrieran la
puerta. No aportaba nada gritando, ni poniéndose histérica pero tenía razón.
Íbamos a explotar, estábamos en una estación de servicio rodeados de nafa.
Estábamos parados sobre una bomba, nosotros éramos La Bomba.
El
playero se despertó y salió de su cuartito, era petizo y con una panza redonda.
Miraba sin entender nada. Nos miraba a nosotros del lado de adentro, con las
puertas de vidrio de por medio. La cajera y “la chica que estudia” intentaban
abrir la puerta con las manos. El humo envolvía todo el mini-mercado. Las
puertas pesadas no cedían. Apenas se entreabrían un centímetro. Suficiente para
que la cajera y “la chica que estudia” apoyaran la boca para tomar grandes
bocanadas de aire limpio. Cabe decir que había una puerta de emergencias pero
que estaba tapada por una enorme pila de bolsas de carbón.
Yo miré
un segundo la situación, miré a mi alrededor, humo, humo y más humo, me até la
campera en la cara y me interné en lo desconocido, en la selva, en el
impenetrable. El playero se había sumado a la tarea del lado de afuera, y en
eso, la cajera notó que faltaban unos manos. Las manos de “la chica que
estudia”. Miró hacia abajo, como pudo y efectivamente, “la chica que estudia”
estaba desmayada. Ella que tampoco podía más, se arrodilló, no por su voluntad,
sino que fue el humo quién tomó esa decisión. El playero empezó a golpear la
puerta con el puño cerrado torpemente, inútil. En ese momento me acerqué yo con
una silla en las manos. El que fue alguna vez a estos mini-mercados recuerda lo
pesadas que son. Miré a la cajera que me miraba sin mirarme, y le enseñé lo que
debíamos hacer. Movimos a “la chica que estudia” a un costado, me desaté la
campera y la até en la cara de la cajera, le dije que se quedara ahí. Estaba
sentada en el piso. Fui hasta la puerta e hice lo mismo con el playero. Volví a
agarrar la silla, tomé cierta distancia y revolee la pesada silla contra las
puertas de vidrio con una fuerza desconocida. Las puertas estallaron en mil
esquirlas de vidrios que volaron por el aire. El mismo aire que entró al
mini-mercado, el mismo aire que entró a mis pulmones. Volví a buscar a las
chicas, la cajera seguía sentada, medio perdida, la paré y apenas le indiqué
que caminara hacia fuera. Enseguida entró el playero, tomamos de los pies y
axilas a “la chica que estudia” y la sacamos. El peligro no había pasado, el
peligro estaba más presente que nunca. Teníamos que correr, teníamos que salir
de ahí. Alejarnos lo más posible. Eso hicimos. Corrimos. La cajera lo hacía
como podía, el playero y yo llevando en andas a “la chica que estudia”. Nos
alejamos unos 50 metros. Y en eso sentí, de espaldas a la estación de servicio,
una de las cosas más fuertes de mi vida: la estación de servicio explotó. El
cuerpo nos retumbó por adentro. Cada una de las tripas vibró por la onda
expansiva. No quiero exagerar pero sentí como una fuerza me empujó hacia
delante varios metros, como que caminé en el aire. No me caí, como pasa en las
películas, sino que me impulsó hacia delante como una combustión de nitrógeno
en un auto de carrera de alguna película de acción barata. Vimos como la noche
oscura se iluminaba como el más intenso rayo lo hace en una tormenta eléctrica.
Fue de día por un segundo. Ya correr era inútil. Lo que había pasado, ya había
pasado. Nos detuvimos, dimos media vuelta. Y vimos el espectáculo. Un hongo de
fuego rojo y negro nos iluminaba ahora las caras. Se sentía el calor en el
cuerpo, en la cara. Como todo el sol de un día de enero a la una de la tarde
junto, de un segundo para el otro, directo a tu cara. No hablamos, no nos
movimos, no hicimos nada.
Enseguida
vinieron los bomberos y una ambulancia. “La chica que estudia” fue asistida.
Antes de que la lleven al hospital para observación, volvió en sí, estaba bien.
Llegó
la policía. Nos interrogó. “La chica que estudia” me echó la culpa. Se armó
quilombo, me dijo ‘pelotudo’. Y tenía razón. La policía dijo que debíamos ir a
dar declaración pero primero nos tenían que ver los médicos.
La
ambulancia con “la chica que estudia” se fue. Vino otra que se encargó de
nosotros. Los bomberos estaban luchando contra las llamas que parecían salidas
del mismísimo infierno. Estábamos bien. La cajera ya estaba recuperada del
todo. Nos querían llevar al hospital pero no hacía falta, nos sentíamos bien.
Estábamos
sucios. Agotados. Nos sentamos en el cordón de la vereda. Nos quedamos en
silencio. Mirando la nada, mirando la cantidad de vecinos, de curiosos, hasta
Crónica ya se había dicho presente.
Ya
estaba amaneciendo. El fuego se había empezado a calmar. Los bomberos lo
estaban controlando. En un rato más teníamos que ir a la comisaría a declarar.
Yo estaba lejos de mi casa. No tenía tiempo de ir y volver. Me iba a quedar
haciendo tiempo en algún bar. Empezamos a caminar. La cajera enfiló para su casa,
caminamos juntos. Ella se detuvo, habíamos llegado a su edificio, vivía cerca,
lo que había conjeturado hacía un par de horas. La miré, la miré de cerca, no
lo había notado antes, era hermosa. Morocha, color café con leche. De pelo
corto, sujetado con algunas hebillitas negras. Me sonrió no coqueteando sino
esa risa propia de la incomodidad. Era más linda cuando se reía. Se le hacían
esos paréntesis en los cachetes. Era hermosa, a simple vista frágil, tímida,
pero la fuerza iba por adentro. La noche había sido testigo de eso. Sabía que
no vivía por la zona, entonces me invitó a pasar, en menos de una hora teníamos
que estar en la comisaría, no antes porque el sub-comisario estaba volviendo de
viaje y él mismo nos iba a tomar declaración o algo así. Le dije que no hacía
falta que me quedaba por ahí, haciendo tiempo. Insistió. Me dejé llevar, otra
vez. Subimos a su departamento. Era chiquito, diminuto. Fue al baño. Me quedé
solo en el único ambiente. Miré todo, di vueltas, giré sobre mi eje. Era
cálido. Miré una silla repleta de ropa. Miré la cama desecha. Miré unas
zapatillas sin marca a un costado. Un televisor 14 pulgadas. Una mesa chica con
dos sillas, unas carpetas, unas hojas, cuadernos, libros de estudio. Otra chica
que estudia, pensé. Me acerqué, “4 año turno noche”, decía un apunte. Caminé
unos pasos. Miré la cocinita más diminuta aún. Dos personas juntas no entraban.
Miré la puerta de la heladera, unas facturas a pagar, imanes de delivery y
fotos. En una foto estaba con un nene. Hijo de ella no era, no había rastros de
que viviera un nene en ese departamento. Otras fotos, ella con amigas, ella con
una mujer de unos 60 años (su madre, podría ser), ella sola, en una playa,
seria, un día nublado, abrigada. No era autofoto, se la habría sacado una
amiga, o un novio. Me gustó estar ahí, me gustó mucho.
Pensé
un segundo en mi actividad de ir a ver departamentos habitados en
alquiler.
Volví
al ambiente y ella salió del baño, me dijo que pasara yo si quería lavarme un
poco la cara, las manos, que ella tenía hambre, que sino quería desayunar. Le
dije que sí. Fui al baño. Me lavé la cara, me miré al espejo, el agua fría era
Dios, la veía correr por mi cara. Tenía los ojos rojos. Estaba agotado. Pero
extrañamente me sentía bien. Salí y fui directo hacia la cocina, parece que sin
hacer ruido porque ella no se dio cuenta que yo estaba ahí. Preparaba el mate y
tostaba pan en una tostadora de chapa. La miré sin reportarme desde la puerta.
La espié, entonces. La espié un instante. Le miré las manos, los brazos, los codos,
la cola, y los pies. Se había descalzado. Le miré la nuca, la parte de la cara
que está entre el pómulo y la oreja. Me sentí en desventaja, hice un ruido como
para que note mi presencia. Se sobresaltó con una risa fresca. Dijo que ya casi
estaban las tostadas. La cocinita no podía alojar a dos personas, era imposible
maniobrar sin chocarse, por eso entré.
Fin
Me la juego que el que escribió esto leyo El guardián entre el centeno.
ResponderEliminarY eso vendría a ser bueno o malo? O simplemente "ser"?
EliminarYo también me la juego que lo leyó.
Un lindo desenlace. El forastero, tan pasivo como es, forzandose a sí mismo a la actividad.
ResponderEliminarBienn! Claro, es el "culpable" y el "salvador". Todo entre comillas, por favor.
EliminarGracias por leer, camarada! DENserio. Un placer.
:)
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