Hace un tiempo ya, me
corté el pelo. No tenía ¡wooo, qué pelambre! Pero estaba bastante crecido.
Mechas largas por adelante, estiradas con un fino peine a modo de lengüetazo de
vaca loca, y rulos, ondas, o “cualquier cosa” por atrás. La verdad que no era
un muy lindo corte. Algunos me lo decían. Y tenían razón. Era el mismo corte
que traía desde los 20 años y tenía —al momento de cortarlo— 33. No daba para
más. Creo que era un poco de rebeldía y otro de vagancia. Porque me cortaba el
pelo yo. Rapidísimo. Me miraba en el espejo, lo veía más largo que lo de
costumbre, agarraba la tijera y 7.5 minutos después, listo.
Bueno, un día la mamá
de mi novia me dice al pasar: “¡Por qué no te cortás el pelo!”. Lejos de ser
una orden o una pregunta (en forma de pregunta hubiera sido devastador) fue una
invitación a la reflexión. En la semana no volví a pensar en eso, claramente
estaba negado. Hasta que un día me dije —y sin recordar lo que me había dicho
la madre de mi novia— “Che, ¿y si me corto el pelo?”.
Bueno, luego de
meditarlo en la bañera, el inodoro, el videt, y la bañera de nuevo. Luego de
evaluarlo, de “hacerme la idea”, de… Sí, soy un poquillo lento para tomar
algunas decisiones, ¿pero qué quieren?, conviví con esa cabellera más de 10
años. Era parte de mí. Ese pelaje vio caer las Torres Gemelas, vio nevar en
Buenos Aires y nos vio perder sistemáticamente 3 mundiales. No era moco de
pavo. Pero bueno, finalmente me hice fuerte: fui a la peluquería. Una de unos
locos sobre Gaona, con música electrónica al palo, botellas de fernet de
adornos y gigantografías de Los Auténticos Decadentes. Le dije al peluquero lo
que quería: “No sé lo que quiero”. Insistí: “Pero lo quiero corto a los
costados y atrás y con una ‘fantasía’ arriba”. El chabón se río de compromiso,
lo cierto es que me miró como de lejos, estando cerca. Imaginate. Hizo lo que
tenía que hacer dejando una ‘fantasía’ arriba. El resultado fue impresionante.
Me miré al espejo y no podía creer lo que veía. Casi que me transo, no exagero.
Volvimos caminando con mi novia que hasta ese momento no sé cómo estaba
enamorada de mí. Se reía, esa risa nerviosa o de diversión excitante, y no
paraba de decirme que me quedaba genial. Fuimos a mi casa y confeccionamos unas
fotos para la posteridad.
La cosa es que después,
poco a poco, empecé a notar que la gente me miraba con mejor cara. Ya no era
una amenaza para las viejas chotas, ni para los miedosos de la calle. Me
dejaban subir primero al colectivo; las mujeres me miraban como desde abajo,
directo a los ojos, cuando caminaba por la calle; la que cobraba en el Pago
Fácil me sonreía; la gorda de la panadería me daba un miñoncito de más. La
sociedad entera había cambiado por completo su concepto de mi persona. Ahora
parecía uno más, uno de ellos. Como si de alguna manera el pelo faltante me
estuviera dando poder. Como Sansón pero exactamente al revés. Al comienzo me
dejé deslumbrar por este superpoder, lo usaba para mi beneficio. Comí mucho pan
gratis, pagué más rápido las cuentas y garché más que en la adolescencia (no
creas todo lo que digo acá, mi amor, los lectores me exigen aventuras, están
sedientos de fábulas, no soy yo, son ellos). Pero no tardé en llegar a la etapa
de enojo virulento contra la sociedad toda. Mi rinconcito punk anti-sistema me
llevó a odiarlos, a que me den asco: “Ahhh, ahora que tengo el pelito prolijo,
te gusto ¿no? Careta de cuarta”, pensaba. Así pasé unos 17 días y medio. Mas
luego llegó la etapa de reflexión, donde pensé en todas las trabas internas que
me habían mantenido adormilado en la vida, entre ellas conservar como un tesoro
el mismo, aburrido y horrendo, corte raya al costado-chatito-largo adelante y
despeinado atrás.
Luego de esa epifanía
ya no pasó más nada. Fue puro devenir. Pero extrañamente la vida empezó a
mejorar. Empecé a colaborar en diferentes revistas y portales escribiendo; hice
un viaje impresionante a la concha misma del mono; empecé un proyecto gigante
de una revista de humor impresa que ya lleva tres años de existencia; conseguí
un buen trabajo freelance —que ahora se transformó en el trabajo fijo que soñé
toda mi puta vida—; y ahora, hará unos 25 minutos, acabamos de reservar nuestro
primer departamento con mi novia.
Pero una cosa llevó a
la otra.
Ahora empecé con la
barba —que también venía desde los 20 años—, me corté la chiva y me dejé un
tupido bigote de actor porno de los 80. Después me dejé crecer todos los pelos
de la cara, una barba completa y más luego —Google mediante— me hice un bigote
de motoquero, onda el de Lemmy de Motorhead, y ahora voy por más. No puedo parar,
soy un adicto al cambio, al hacer. Estoy barajando nuevos proyectos: Un bigote
Chaplin; un Cantinflas; dejarme las patillas rockabilly; afeitármelas
completamente; un Ron Damón; un Mario Bros; hacerme un fino y alargado bigote
Dalí con miel y que me llegue hasta los ojos, y más, Más, MÁS.
Sebastián Culp
2015
Eh!!! ¿Cómo puede ser que estés ahora más flaco que antes? Si luego de la recorrida por las pizzerías tendría que ser al revés...entréganos el secreto del elixir milagroso. Para ser un cuerpo-pelota deseamos que hagas recorrido de "las mejores milaneserías/ hamburgueserías/ pancherias de capital"... rápido, que estás tardando XD
ResponderEliminarSaludos
Jaja! Secreto de estado! Se dice el pecado pero no el pecador (?) Lo qué?, en fin. Gracias y a comer sin culp-a.
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