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09 julio 2015

Nada más frívolo que la estúpida Alegría - Parte 1

Por Lucila Yañez

Lo admito, no soy una persona simple.
Pienso demasiado.
Podría decirse que soy un ser sumamente profundo.
De igual manera, lo prefiero.
Si no pensara seguramente sería un ser feliz, pero frívolo.
Y si hay algo que no concibo es la frivolidad.
Con esto no quiero decir que sea infeliz.
En absoluto. Puedo estar desconforme o algo frustrada, quizás, pero no creo que eso oculte un perfil de mujer desventurada.
De hecho, podría asegurar que en oportunidades luzco como feliz.
Tampoco es cuestión de ir haciendo gala de la fortuna de uno.
Eso es lo peor que se puede hacer.
Cuando uno se muestra dichoso, la gente parece no soportarlo y ahí radican los verdaderos problemas.
Recuerdo una vez que con mis ahorros compré un set de uñas postizas.
Precioso y muy completo.
Consistía en un pegamento, veinte uñas de un largo formidable y dos limas especialmente diseñadas para modelar a gusto este tipo de implantes de coquetería femenil.
Tan completo era, que incluso traía de obsequio dos esmaltes: uno color rosa bouquet y otro morado mora.
En el fragor de la maravillosa compra lo desplegué frente a, por aquel entonces, mi amiga Alegría.
Sí, así se llamaba.
Odiaba su gracia, siempre despotricó contra la excéntrica elección de sus padres.
Es probable que, en ciertas oportunidades, se sintiera un poco presionada por nosotras.
Todas pretendíamos que su singular nombre se correspondiera con su actitud.
Todas esperábamos con avidez su sonrisa.
Ella debía animarnos en situaciones adversas y divertirnos en ocasiones festivas.
No podría precisar con exactitud cuándo, pero Alegría se convirtió en una persona afligida, taciturna y, por sobre todo, tremendamente malintencionada.
Por consiguiente, no me sorprendió que haya lanzado una mirada apática sobre el kit de belleza de manos y me haya asegurado que ese pegamento no sería efectivo para tal propósito.
Me eché a reír y, señalando una estampa del estuche, le expliqué que ese set estaba absolutamente testeado por una reconocidísima asociación que reúne damas que luchan contra la onicofagia.
Su mirada incrédula me intimidó, así que sólo di comienzo a mi ansiada velada de manicure una vez que ella por fin se marchó.
Organicé sobre la mesa los distintos elementos.
Procuré sintonizar una emisora radial que generara un ambiente relajado y adecuado para desempeñar tal tarea de precisión. Opté por un programa que transmitía temas melódicos entonados por pequeñas lumbreras de la canción, o dicho en otras palabras, por niños que eran acercados a la estación de radio local por padres ávidos de hacer realidad sus propios sueños y no los de sus dóciles hijos.
Leí atentamente las instrucciones de uso.
Fue entonces cuando coloqué la primera gota de pegamento en la cavidad de la uña apócrifa.
Con sumo entusiasmo la presioné sobre mi dedo índice izquierdo y esperé.
Esperé hasta corroborar con pavor que aquella sentencia promulgada por la infeliz de Alegría era total y desgraciadamente cierta.
Releí las claves de uso y repetí la maniobra.
No sólo no obtenía el resultado deseado sino que, además, ya había estropeado tres pares de las tan preciadas uñas de fantasía.
Pude imaginar a la que se decía mi amiga sonriendo socarronamente al ratificar que aquel pegamento de pacotilla era de una inutilidad extrema.
Entonces lo decidí.
Sí, señor.
Resolví con premura maquiavélica servirme de un pegamento de calidad efectiva.
No iba a permitir que Alegría me viera derrotada.
Coloqué con admirable firmeza cada una de esas piezas seudoplásticas.
Las voces de los niños cantores acompañaban coreográficamente mi accionar.
Fue maravilloso.
Eran las manos más bellas que jamás había visto... ¡y eran mías!
Claro que Alegría no pensó lo mismo, inmediatamente después de mostrárselas, notó mi equívoco y me lo hizo saber.

Continúa.

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