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29 agosto 2015

¿Qué es Pipirno?

Estaba en la computadora.
A eso de las 8 de la noche.
Escuché un ruido en el toldo que da bajo mi ventana. Me asomé y no vi nada. Mi pupila es muy lenta para pasar de luz tungsteno a oscuridad, noche cerrada y misteriosa. Aguanté unos segundos para que el iris se abriera y ver si había algo para preocuparse caminando hacía mí o no.
No vi nada. Un poco por la oscuridad, otro poco porque no había nada.
Mientras volvía a la computadora pegó un salto al marco de la ventana un gato.
Un gato rubión, medio guachín, inquieto.
Me sobresalté, pero fui hacia él por acto reflejo. No paraba de moverse, nunca vi un gato tan entregado a un ser humano que apenas conoce. Saltó para adentro y se movía atolondradamente; miraba todo, olía todo, tocaba todo: Eso de la curiosidad mató al gato, bueno, pero multiplicalo por mil. No lo mató porque no había nada peligroso y yo soy un pan de Dios.
Después encendió el motor y me cabeceaba la mano para que lo acariciara. Y cuando se cansó, probó todos los recovecos posibles para depositar el cuerpo y, finalmente, lo hizo sobre mis piernas —con el motor de 4 tiempos al mango— mientras yo intentaba seguir con mis quehaceres de redacción. Una muy tierna imagen, lo sé.
Llegó de sopetón, se metió en mi casa y enseguida éramos mejores amigos.
Le compré comida, le puse nombre y le di un lugar para dormir.
Nos entendíamos bien, o bueno, él hacía lo que quería (como todo gato) y yo seguía con mi vida (como todo humano con un gato).
Pero también cuando le pintaba se mandaba a mudar. Y le pintaba bastante seguido.
McLovin se iba por jornadas de 12 horas o más. A veces de día, a veces toda la noche. Y en esos lapsos ni se lo veía merodear por los techos, ni siquiera se lo escuchaba corretear gatas ni canarios ni mosquitas de la fruta.
Las preguntas obvias de todo humano que no puede saltar un cordón alto, salvo los que hacen parkour, son: ¿Adónde irá?, ¿Qué hará?, ¿No le da miedo aquella cornisa?, ¿Comerá?, ¿Le dará masa a alguna gata?, ¿Se agarrará a las garras?, ¿Tendrá otra casa? Pará, pará, pará: ¿vos me estás diciendo que tiene otro dueño? ¿Que le da el mismo amor que me da a mí a otra persona? ¿Que duerme en otra cama y come de otra charola? Y lo más escalofriante… ¡¿Que tiene OTRO NOMBRE?!
Bueno, ahí empecé a pensar en eso. Podía ser una posibilidad, ¿por qué no?
¿Y si tenía otra casa?
¿Si tenía otro amo?
¿Otro humano que ocupara el lugar de macho alfa dominante?
Dudo mucho que alguien pudiera ocupar MI lugar, pero bueno.
¿Y si en la otra casa se llamaba “Azrael”, “Snarf”, “Tom”, “Siete” o “Juan Carlos”?
Podía ser.
Entonces, una idea.
Le compré un collar multicolor bien gay-friendly y le enganché no una chapita con el número de teléfono, sino un papelito Post-it con una nota que decía más o menos algo así: “Hola”.
Primero intentó sacárselo, pero después medio que se olvidó y quedó. Llegó su pernocte diario. Es decir, nocturno. Fue como tirar una botella al mar, pero bueno con un gato y en la ciudad.
Me levanté a la mañana, me hice mate y me puse a mirar hacia afuera. En eso, McLovin saltó al marco de la ventana y, como estaba cerrada, quedó ahí colgando del lado de afuera y con mirada de: “Uy, ¿qué carajo pasó?”.
Le abrí y noté que no traía consigo el papelito del collar.
Habían pasado como 9 horas. Mi plan había fallado. Seguramente se le calló en alguna riña con otro “e, gato”, quizás por marcar territorio, quizás por una señorita gata.
Me fui a trabajar. McLovin quedó afuera. A veces estaba realmente incontenible. Una bestia salvaje.
A la vuelta, a eso de las 19 h, mientras degustaba un fino tentempié de pan, aceite de oliva y queso fresco sin sal, escuché unos ruidos terribles en el toldo. Parecía que se venía abajo. Fui a la ventana y otra vez mi estúpida capacidad visual para pasar de luz a oscuridad no me dejó ver nada. De un salto se me vino encima mi gato asustado y todo roñoso. Noté que otro más feroz salió disparado toldo adentro. Miré a McLovin tan rápido como pude para corroborar que todavía tuviera los dos ojos en su lugar y ningún garrazo en la panza.
¡Tenía un papelito Post-it enganchado del collar!
¿Cómo era posible si antes había vuelto sin nada?
Se lo saqué de un tirón, lo planché con la mano y leí: Pipirno.
¡¿Qué?!
Levanté la cabeza como si alguien me estuviera mirando, espiando.
¿Qué? ¿Qué es esto?
¿Pipirno?
¿Quién escribió esto? ¿Por qué?
¿Me estaba respondiendo a mi “Hola”?
¿Qué significaba?
Ahí, como se imaginarán, empecé a mandar mensajes todos los días.
Uno por día.
Todos distintos.
¿Qué es Pipirno?
¿Quién sos?
¿Cómo te llamás?
¿Es tu gato?
¿Qué es Pipirno?
¿Dónde vivís?
¿Cómo se llama el gato?
¿De qué signo sos?
Se llama Tom ¿no?... Seguro se llama Tom.
¿Te gusta el arte?
¿Qué es Pipirno?
¿Qué le das de comer?
¿De dónde venimos?
¿Está vacunado?”
¿Qué catzo es Pipirno?
Dale, respondeme
Dale, no seas malo
¿Dónde está Wally?
¿Venís siempre a bailar acá?
¿Ventanilla o pasillo?
¿Bombón suizo o bombón escocés?
¿Qué es Pipirno?
¿Qué es Pipirno?
¿Qué es Pipirno?
¿Qué es Pipirno?
¿¡QUÉ ES PIPIRNO, CHABÓN!?
Pero siempre el mismo mensaje volvía en un Post-it arrugado: “Pipirno”, sólo “Pipirno”.
Me estaban tomando el pelo.
Me estaban manoseando las nalgas.
Se mofaban de mi ingeniosa idea.
Pensé en escribir un cuento con esto mismo, pero no, sería muy inverosímil.
Pensé en escribir una comedia romántica: Chico conoce chica a través de un gato mensajero. Un gato entra en la casa de él. Lo adopta pero el gato se va por días enteros. Él cree que tiene otra casa, que juega a dos puntas. Decide escribir el mensaje en un Post-it: “Hola, ¿este gato va a otra casa?”. El gato, efectivamente, tiene otra casa. Ella recibe el mensaje y responde: “Hola, con otra casa te referís a la tuya, ¿no? ¡Je!” Ahí el tipo, interpretó que por el “Je” se trataba de una chica. Y siguió la charla. Comenzando así una relación romántica basada en mensajes escritos en papelitos Post-it.
Pero no, me llevaría demasiado tiempo escribirla. Y entre la revista, el laburo, el curso de Inicio a la Manufactura del Papel Picado y el libro que estoy haciendo con un amigo, no tengo tiempo ni para desgraciarme en paz.
Aparte muy linda imagen la de un gato que una a dos personas, pero el mundo tecnológico de la actualidad del hoy haría que enseguida se pasen los celulares y siguieran la charla por Whatsapp. Y lo del gato quedaría a un segundo plano.
Todo muy lindo, pero mi caso era más inquietante porque era real y me estaba pasando a mí.
Hubo días en los que no escribí nada. McLovin se iba y volvía de igual modo. Sin mensaje. Así me mantuve por un par de semanas. Dejé que todo se enfriara, pero me mantenía alerta, miraba con desconfianza el todo.
Caminaba por el barrio, recorría la manzana en busca de algo. Alguna pista que me diera con el bromista, con el capo cómico que se estaba riendo de mí. Miraba a la gente a los ojos, les intentaba hacer saltar la ficha poniéndolos incómodos. En el kiosco sacaba charla, todas de gatos y de animales varios, domésticos y exóticos, como para despistar. Pero nada.
Pensé en poner carteles de: “Se busca dueño” y la foto de McLovin. O ser un poco más específico: “Se busca gracioso que gusta de dejar mensajes en el collar de MI gato”. Pero me tomarían por loco. Y no hay nada que odie más en la vida que me juzguen en silencio. Odio esos que te miran con ojos atentos y no te dicen nada. Bajan la mirada y siguen su paso. “Decimelo en la cara, cagón”.
Los días siguientes me olvidé del asunto. No hay nada más relajante que olvidarse de algunas cosas. Mucho trabajo, muchas juntadas por la revista, por el libro; convocar dibujantes; bloggeros; redactores; parapentistas; entrevistar; juntadas; panchos con lluvia de papas, diseño y correcciones me mantuvieron a salvo.
Hasta que una idea me relampagueó en la cabeza.
Llegué del trabajo y lo recibí como de costumbre. Le di de comer como si nada. Le cambié el agua: no toma agua si estuvo mucho tiempo en su plato ni aunque lo maten, la quiere nueva, fresca, si es directamente de la canilla mejor.
Hacía todo de gamulina, para que nadie sospechara nada, con una sigilosidad felina. Comí mirando la tele sin mirarla. Estaba esperando el momento. Atento, mirando cada movimiento. McLovin primero se bañó un poco, dio unas vueltas y después se acostó en el sillón y durmió un rato. Hasta que se despertó y saltó al marco de la ventana pretendiendo libertad.
“Ahí está”, me dije a mí mismo y para mis adentros míos.
Haciéndome el boludo (me sale re fácil) agarré un Post-it y escribí como quien escribe la lista del supermercado: “Pipirno”. Sólo “Pipirno”.
¿Cómo no se me había ocurrido antes?
Pipirno obtenía una y otra vez.
Pipirno les iba a dar.
Esa noche creo que no dormí. Me acosté, cerré los ojos y al abrirlos eran las 7 a. m. Me toqué la cara y tenía baba. También estaba húmeda la almohada. ¿Qué onda?, si casi no dormí. Buah.
Me levanté y no fui directo a la ventana. Quería saborear la victoria. Hice pis, me lavé la cara, prendí la computadora y me fui a hacer mate. Puse la yerba muy lentamente. Le agregué hojitas de cedrón y esperé que el agua hirviera, sin apurarla.
Comencé a cebarme. Caminé muy, pero muy lentamente hacia la ventana. McLovin y yo teníamos una conexión especial, cuando escuchaba movimientos en la casa y sentía mi presencia en las cercanías de la ventana se hacía presente.
Un paso, dos, el cuadro que me proyectaba la ventana aumentaba. Tres, cuatro, la imagen ya casi tomaba toda mi visión. Cinc… McLovin se adhirió al vidrio como salamandra húmeda.
Le abrí, saltó en busca de comida y quizás de un toque de mimos. Ah, no, no, primero comida. Está bien.
Vi que tenía un papelito en el collar. Me movía rápido atrás de él, como Rocky intentando atrapar la gallina de “Rocky I”.
Le puse comida en el plato y mientras se desesperaba por su desayuno continental le arranqué el Post-it del collar.
Leí con estupor:
“¿Qué garcha es Pipirno?”

Sebastián Culp
2015












4 comentarios:

  1. Me fascina que se llame McLovin. Quizás McLovin Pipirno es muy estrella de cine de los cincuenta.

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    1. Quizás en otra vida... Marlene Dietrich y McLovin Pipirno juntos.

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