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Bueno, me
senté en el mini-mercado de la estación de servicio. Todo muy lindo. Me
gustaban esos lugares medio no lugares. Donde no sabés qué hora es, no sabés
bien dónde estás. Puede ser una estación de Madrid, de Chascomus o de Reikiavik . Obvio que ciertas cosas van a
cambiar, no creo que haya una bauquita en Islandia, pero en general, el
“espíritu”, cierto aire (más bien frío) lo mantiene. No había mucha gente: una
chica enfrente mío, un taxista al acecho de un pancho, y nadie más. Bueno, y la
mina que atendía que estaba meta-meta con el celular.
Me puse
a dibujar en un cuaderno con una birome azul un tipo adentro de un ataúd. No sé
porqué dibujé esa cosa macabra, igual como que el tipo no estaba muerto, estaba
así recostado, vivo, con los ojos abiertos, pero no se movía, estaba duro,
petrificado. Ahora que lo pienso creo que hubiera sido menos raro que estuviera
muerto ¿no? Por lo general la gente cuando muere termina ahí. Pero que un tipo
vivo esté recostado en un ataúd no es lo más frecuente.
De golpe
algo en el dibujo no me gustó y lo taché apretando la birome, y habré movido
fuerte el brazo porque llamé la atención de la chica que estaba estudiando.
Levanté
la vista y con disimilo tapé con las manos el cuaderno, ella me miró, yo corrí
la vista, cerré el cuaderno y lo puse en la bolsa. Ahí volví a mirarla, como
revolando los ojos, pero ella ya había vuelto a sus cosas. Sus libros. Por
suerte.
¿Qué
estará haciendo? Estudiando, es obvio... pero ¿qué?, pensé.
A veces
me gustaba hacer eso; mirar a la gente y tratar de descubrir qué hacen, quiénes
son, a dónde van, de dónde vienen, ¿tienen novios/as?, ¿amantes?, ¿una úlcera?,
¿un tatuaje?, ¿una deuda?, ¿de qué trabajan?, ¿dónde?, ¿por qué?, ¿leen?, ¿qué
leen?, ¿que música escuchan?, ¿qué ropa interior tiene?, ¿de qué color?,
¿colute?, ¿o conjunto de encaje?, ¿tanga?, o...
—Muchacho,
no podés sentarte sino consumís nada... – me dijo la cajera con un vozarrón que
parecía salido de otro cuerpo, no de ese diminuto.
Me puse
de pie de un salto y en silencio absoluto recorrí el mini-mercado. Mire las
góndolas, las heladeras. Lo hacía lento, no tenía ningún apuro. Me gusta sentir
esa sensación de no tener apuro alguno. Finalmente me agarré una barra de
cereal. Yo no comía esas cosas, no sé porque la agarré.
Pagué y me senté de nuevo.
Aburrido me puse a ver todo lo que había ‘recolectado’. Saqué de la bolsa de
nylon: los volantes, los imanes, las promociones. Me puse a leerlos. A leerlos
como quien lee un cuento, un libro copado, de aventuras, de espías rusos o un
policial o uno de suspenso. Me gusta leer esas cosas, sobre todo lo volantes
grandes, los que traen los 38 gustos distintos de pizzas. Me gusta ver los
precios, las “innovaciones” en materia gastronómica o el gusto especial, el
plato que supuestamente los distingue de todos: el plato que siempre lleva el
nombre del local. Pero sobretodo me gusta ver las “promos”. Evalúo la mejor
promoción, evalúo cuál me convendría si estuviera con tal grupo de gente, o si
fuera para un cumpleaños, o tal. Me gusta. Me entretiene.
Panadería
La Providencia: “Promoción Primaveral: con la compra de una docena de
sándwiches de miga de durazo y jamón, gratis ¼ de tortitas negras”; Kiosco La
ventana 2: “Kiosco de barrio y para el barrio, Delivery de bebidas alcohólicas
las 24hs”.
Un tuvo
de neón se encendió en mi cabeza.
No es
que sea alcohólico, pero me gusta tomar. De chico me acuerdo le tenía miedo a
los borrachos. Me acuerdo de una historia que mi viejo había bajado de una piña
a uno, no por borracho, sino por molesto. Parece que se había puesto cargoso,
iba con mi vieja, (todo antes de que yo existiera) y bueno, tuvo que pararlo.
Pero esa imagen medio fantasmagórica que se me figuraba en la cabeza: el
borracho zigzagueando, una noche cerrada, un barrio medio desolado, me generaba
miedo. Por otro lado, cuando yo tenía, no sé... 6, 7 años, mi vieja cuando
tomaba cerveza o vino a veces se hacía la borracha y me cargaba, se me ponía
encima, me hablaba, me acosaba, y a mí se me crispaban los pelos de la glotis.
Me aterraba. Le decía que la cortara, que vuelva mi mamá de nuevo, la normal.
Qué
raro esas imágenes que se nos representa en la cabeza de chicos. Hay ciertas
cosas que se fijan para siempre como carteles de propagandas de una manera y
listo, se quedan ahí. El otro día volví a ver una película de los 80:
“Fortless”. Es un telefilms de HBO ole, el viejo canal. Antes que sea lo que es
ahora. La película la daban y la recontra daban en ‘Cine Shampoo’ de canal 13,
y en ‘Sábados de súper acción de canal 11. En fin, la recordaba con pavor, me
había dado mucho miedo. Unos pibes de una escuela rural en Australia, junto a
la maestra eran raptados por un grupo de tipos con caretas de pato, ratón, león
y el cabecilla con una de Papá Noél. Los metían en una cueva tapando la entrada
con una piedra, sin agua ni comida. Hasta que ellos descubrían la manera de
escaparse por un pasadizo secreto.
Bueno,
la película sigue, pero la cosa es que yo recordaba una imagen, estaba seguro
de una escena en particular, y resulta que esa imagen no existe. Esa escena no
fue filmaba. O sea, luego de la fuga de los prisioneros llegan como pueden a
una casa donde “Oh casualidad” los raptores encapuchados estaban desvalijando a
unos viejecillos. La cosa es que los nenes tenían hambre, la maestra les exige
que les den algo, que son nenes. Uno, el cara de ratón, enfurecido dice que
había bajado a la cueva personalmente a dejarles la comida, pero ellos ya no
estaba. Entonces ahora no había comida para nadie. Bueno, esa imagen, la acción
de bajar a la cueva y ver cómo ellos (los nenes) se iban, o ver simplemente la
cueva vacía, yo la había visto. Yo había visto esa escena que jamás fue
filmada. Yo la tenía guardada impresa en la cabeza, la tenía tan incorporada
como la mascara de pato, y al Papá Noél disparando con una itaka.
El cine
si está en alguna parte debe estar en la cabeza del espectador.
Como
también cuando leo una novela o un cuento y, por ejemplo, un tipo vive solo en
un departamento, siempre me imagino un departamento que conozco. El
departamento donde vivían mis primos con su mamá y mi abuela. Me lo imagino con
variaciones, con sutiles cambios como paredes de otro color, más si la
descripción de la novela se detiene especialmente en detalles, pero siempre
caigo ahí. Como cuando estamos inmersos en un intenso sueño. Es ese
departamento pero claramente no es ese departamento.
De
igual modo me pasa con las novelas donde aparece un colegio. ‘Un crimen
secundario’, ‘El fantasma del teatro municipal’, y demás novelas para
adolescentes que leía en el secundario, y que hoy releo como la mejor manera de
volver a esos años turbados y alucinantes.
Esta es
la forma más llana y pelotuda de entender como el arte se completa con la
mirada del otro. Cargándose de sentido (ya lo sabían todos) y literalmente con
esta demostración de trabajo práctico de 2do año.
Bueno,
sigo, me acuerdo que en ese momento, en el mini-mercado de la estación de
servicio, hubiera dado una cornea por una cerveza a -05 grados. Lo mismo que
ahora.
Continúa.
Continúa.
Muy bueno. Me gustó la reflexión sobre la película. Además, me hiciste recordar a alguien que me contaba esa película, que jamás vi.
ResponderEliminarEstá muy buena la reflexión sobre los borrachos también.
Larga vida al Forastero.
¡Saludos!
Al menos hay uno que lee El Forastero! Gracias compañero! Seguimos, abrazo.
Eliminar
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