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Dispuse
cada imán, cada volante según las direcciones reales de esos locales, sobre la
mesa del mini-mercado. Tracé una línea en birome delineando las calles, las
manzanas, los cruces. Armando una suerte de maqueta del barrio pero plana,
achatada, un plano bah.
Le
apoyé el dedo índice a la barrita de cereal, que era rosa (sería de frutilla
con yogur o algo así), y la moví, de afuera de esa especie de maqueta hacia
adentro. La detuve sobre la calle, en medio del “barrio”, rodeada de los
locales de ese micro mundo miniatura.
Me
agaché sobre la mesa, me recosté apoyando la pera sobre mis brazos cruzados.
Miraba ese plano, ese barrio, los volantes, la barrita de cereal. Escribí sobre
la línea que representaba una calle, justamente el nombre de la calle:
“Estrecho de Masllorens”, y sobre la otra línea, la otra calle: “Coronel
Tomaseli”. Y arriba de todo, a modo de título, el nombre del barrio: “Proyecto
F. Coppernico” (con doble p y sin tilde)
Me
gustaba, que sé yo.
Hacía
esas cosas y como que me “perdía”, me abstraía, y me hacía bien. No sé, el
tiempo podía haberse detenido ahí, y yo podría haberme quedado así, pensando en
la nada, viajando. Mirando, mirando y mirando. Mirando sin mirar, mirando cada
detalle. Perdiéndome en lo observado. El ojo es como el estomago, como un
músculo, hay que alimentarlo, darle de comer, hay que ejercitarlo, mantenerlo
en forma. El ojo te pide, vos tenés que saber escucharlo y darle, darle lo que
te pide.
Uno, al
verme ahí, podía haber pensado tranquilamente que estaba triste, que estaba
mal, deprimido o que sé yo. La verdad es que no, estaba ahí, simplemente
estaba, como ir a otro ritmo, moverme a otra velocidad absolutamente distinta
al resto de la humanidad. No era un tipo común, tampoco era un excéntrico
(hasta los excéntricos –y sobre todo lo excéntricos- encuentran un lugar dónde
moverse), no tenía trabajo fijo, no estudiaba nada en ese momento, no tenía
novia, ni casa, ni un perro, ni auto, no siquiera bicicleta. Diambulaba, pero
ni un linyera era. Obvio, comía todos los días, tenía a donde dormir y todo
eso. No voy a decir que ser un linyera es fácil, por favor, debe ser una de las
situaciones más desoladoras que una persona pueda experimentar. Estar solo en
el mundo y vivir en la calle. Que la gente pase y no te ignore por voluntad,
sino que ni si quiera te vea, ni siquiera repare en que ahí hay una persona, un
ser humano, pero yo ni siquiera eso era.
Por
favor, no comparemos porque convertiría a esta historia en una boludés supina (sino lo es ya),
cuento subjetivamente (imposible otra cosa) lo que me pasaba a mí: Yo estaba en
un limbo, no quería laburar de saco y corbata pero no me animaba a saltar, a
dejar todo atrás. A irme de viaje a la concha de la lora o simplemente
abandonarme de verdad. Soltar todo y quedarme ahí, mirando a la gente pasar.
No, no me animaba, pero en realidad tampoco quería eso. Era justamente todo lo
contrario. Quería hacer algo. Quería hacer todo. Quería encontrar algo para mí,
algo en lo que fuera bueno, o simplemente algo que me gustara. Tenía ideas
locas, ideas pretenciosas de cosas, pero como que no tenían, digamos, una base
de realidad. Entonces me auto-excluía. Entonces las obsesiones, entonces esa
bola de actividades que me daban un orden, una razón.
Había
estudiado cine, pero no pensaba en películas, en escribir o filmar películas,
pensaba en ideas enormes, en películas infilmables, en ideas fáusticas,
magnánimas, inabarcables. Proyectos meta-ficticios; documentales apócrifos;
intervenciones de personajes en la realidad; juegos donde el mundo era el
tablero; instalaciones gigantescas: paredes que dejaban de ser paredes: por
medio de fotos, de muchas fotos de la calle, por ejemplo, pegadas una al lado
de la otra cubriendo la totalidad de la pared, ésta se desvanecería, y le daría
el lugar a lo otro, a la calle, un árbol, el cielo. Un collage de realidad
sobre una pared de concreto en tu living; pensaba en redes de subtes
imaginarios. Intrincadísimos. Fantasmagóricos y futuristas.
Y me
frustraba, me enroscaba, me daba una vuelta más.
Lo que
sí hacía era escribir. Escribía casi como un conectarme con otro orden. Casi
como una religión. De noche, con música y vino, meta teclear, meta escribir,
meta-física. Sonetos, prosa, verso libre, librísimo. Sexo, flujos, carne,
saliva, deseo, deseo y más deseo. No escribía, tenía sexo con las manos. Usaba
el teclado de la computadora como un piano. Como si fuera un loco músico del
1800. Escribía sin parar. Escribía sin mirar. Escribía para mirar, para ver.
Escribía todas las noches. Simplemente no podía dejar de hacerlo, como ahora,
esto. Eso me calmaba. Me devolvía algo de lo que me habían sacado o había
perdido. Algo que me pertenecía. Volvía a ser yo. Volvía, cansado, turbado.
Pero volvía. Y como se ha de volver de un viaje extraño y alucinado, no era el
mismo. Me conectaba con migo otra vez, pero paradójicamente era otro. Uno
distinto. Uno nuevo.
Continúa
Me gusta lo introspectivo de El Forastero. Y el ritmo pausado. Y que sea una de esas historias en las que parece no estar pasando nada, porque lo que está pasando sucede a otro nivel, subterráneo.
ResponderEliminarSí, aquí hay alguien que lee El Forastero.
Ohhh, que bueno!!! Muchas gracias, camarada! Que siga, que siga entonces. Se viene nuevo "capítulo" en breve.
ResponderEliminar
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