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Me
sentía Travis Bickle pero una versión grotesca. Un bufón perdido por ahí. No
había ido a la guerra ni mucho menos, pero me sentía un paria. Un payaso que no
hacía reír, una marioneta sin espectadores, una ficha de un casino en banca
rota. ¡Rupert Pupkin, bah!
Pero
seguía ahí. Así. Firme. Jugando con fuego. Manipulando elementos desconocidos.
Pensando cómo salir o mejor dicho como entrar. Como entrar al mundo. Pero
mientras jugaba. Había días —no era el caso de aquel en el mini-mercado— que
jugaba a ser zurdo. A ver, me explico: Yo soy diestro, uso esa mano para casi
todo, pero había días, que me levantaba y me planteaba ser zurdo. Usaba todo el
día esa mano como la propia. Escribía con la zurda, me lavaba los dientes con
la zurda, si jugaba al fútbol pateaba con la zurda, lavaba los platos al revés
de cómo lo hacía habitualmente, hasta me pajeaba con la zurda. En fin,
cualquier cosa que requiera el uso de la mano hábil, yo lo hacía con la otra,
la opuesta, la “torpe”. Era divertidísimo, una joda bárbara. Ok, no sé porque
lo hacía. Por otro lado es muy fácil en esos casos donde uno es jugador y juez,
hacerce trampa, bueno yo no. Yo que era el primero en hacerme trampa con esto
no. Para esto tenía una conducta militar. Era como un interruptor, si me lo
proponía, pum, tenía que hacerlo. Como no pisar las rayas de las baldosas por
la calle para alguien con TOC o no pisar las vías del tren. Nunca hasta ese
momento (por suerte ahora puedo) había pisado en mi puta vida las vías del
tren. Si llegaba a poner un pie sobre una no me iba a morir ni nada, sino que
perdía. Tan simple y desgarrador: perdía.
Otra
cosa que funcionaba según este mecanismo era con mi amigo, Gutty. Un amigo de
toda la vida, (desde los 4 años). A la edad de no sé, 12, 13, 14 descubrimos
una cosa maravillosa para un grupo de adolescentes: Los pedos lanzaban una
llamarada si les ponías cerca un encendedor prendido. Listo, no hay que
explicar más. Las tardes eternas que nos pasábamos en la calle, al grupo se le
sumaba Casanova, Osvaldo, Patti, Edu y Marce. Todo el bendito día. Llegábamos
del colegio, revoleábamos la mochila, comíamos y a la calle. Todo el santo día.
¿Haciendo qué? Lo qué sea, cualquier cosa. Caminar, recorrer las calles de
Flores y alrededores era una aventura digna de “Cuenta conmigo” o “Los
Goonies”. No había cadáveres ni tesoros, pero había volquetes, había autos
abandonados, videojuegos y viejas locas (peligrosa, posta. Salía a hacer las
compras con un Tramontina en la mano) a la que le tirábamos fósforos cohetes en
el hall de la casa. Pero en el puesto número uno estaba prender fuego los
pedos.
Todo
empezó probando a ver si era cierto: ¡¡AHHH, NOOO!! ¡¿Cómo de adentro nuestro
puede salir semejante llamarada?! Luego no podíamos dejar de hacerlo. Gutty,
que era el encargado de donar su preciado gas butano para la gracia de todos,
cada vez que se le venía uno, paraba todo, se tiraba al piso, abría las piernas
como quinciañera en celo y gritaba: “¡¡Fuego, Fuego!!”, ahí nosotros saltábamos
con un encendedor y ¡Pa! “Llamarada Gutty”. Porque la cosa no podía esperar.
Uno puede más o menos retener un pedo, pero no por mucho tiempo. Esto era así,
él soltaba el grito de guerra y ahí estábamos sus soldados. Lo hacíamos
siempre. Y cada vez era igual de buena que la primera. No lo podíamos creer.
¿Cómo no lo supimos antes? ¿Desperdiciamos 10 años de nuestras vidas?
Continúa.
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