Vivía en la casa de mi mamá. No estaba de novio ni tampoco me juntaba mucho con amigos. Me juntaba, no crean que era un antisocial, digo que no tanto. Que sé yo, a veces pasa. Hay épocas que te juntas casi todos los días, y hay otras que no, que sin darte cuenta pueden pasar varios meses sin ver la cara de tus más íntimos amigos.
Me la
pasaba en la calle. Aparte de la jodita de ir a ver casas en alquiler o venta
me gustaba caminar. Caminaba mucho, por todos lados, sin cámara pero mirando
todo. Me gustaba mirar a la gente, como que quizá el ojo oficiaba de cámara, no
sé. Hay gente que mira vidrieras, los diferentes modelos de autos o
absolutamente todas pero todas las minas que pasan, o los tipos. O sea, yo
también miro minas, no me hago el que estoy más allá de algo, ni el asexuado
boludo. Obvio que miro y que miraba; culos, tetas, piernas, pies (calzado de
por medio. Más bien bajo, zapatillas, o “chatitas”), orejas, caras, manos,
dedos y uñas pintadas de rojo, de negro o sin pintar. Aclaración aparte: No es
definitorio, pero las manos de las mujeres, para mí, son muy importantes, no me
pregunten por qué. Pero me refiero a otra cosa; a mí me gustaba mirar a la
gente en general, mirar a todo el mundo. Mirar.
Entonces
eso hacía: caminar y mirar. Me sentaba en un banco de plaza o en el escalón de
un edificio y miraba a la gente. Miraba y no hacia absolutamente nada. Me
limitaba a eso. No sé. Sentía una fuerza suprema en mirar, en ver cada detalle
de la gente, cada detalle en las caras, los gestos, las muecas o situaciones
puntuales. Un maremoto de desconocidos circundando las calles día tras día. Y
yo estaba ahí, en el medio, pasando totalmente desapercibido, me sentía el
hombre invisible. El mejor poder para alguien de mi especie: invisible y con el
gusto de mirar. Nada podía salir mal. Lo tenía todo. Todo ese barullo de gente,
esa maza critica de millones de identidades, de golpe mi ojo, por quién sabe
qué razón, se detenía en una. En una persona x. Viste que pasa eso, de golpe
mirás a esa persona con mayor atención y de apoco empezás a sentir que la
conocés, de un momento a otro, te parece de toda la vida. Como que vas
entendiendo sus movimientos, vas reconociendo sus rasgos, su pose, su manera de
caminar, su andar, de golpe ese swing, calza perfecto en el mundo. Esa ropa va
justo para esa personalidad, no podía ser de otra manera. Y esa persona para
vos ya no es un desconocido. Ya está, se distingue del resto. Es otra,
distinta, y nunca más va a volver a ese lugar. Todo esto se incrementa por mi
memoria caprichosamente selectiva. Mi memoria que me dice “Hola, sos este
boludo”, Boludo, porque de alguna manera me condena, me obliga a no olvidarme
nunca jamás de cuando una ex novia, una vez, me esperó fumando un pucho en el
umbral de una casa a las 10 de la noche. Sentada como una chica que espera en
una película, entre sexy y antiheroína. Esa imagen de videoclip, de película
quedó para siempre clavada ahí. Cada vez que paso por ese umbral, la veo, la
veo ahí. Sentada, fumando. Veo la escena en cámara lenta. La veo como en una
escena de una película imposible.
Volviendo.
Esa persona cualquiera que se destaca del resto va a quedar en mi memoria. Veo
por la calle gente que no conozco, que nunca jamás en la puta vida hablé, pero
me la acuerdo de otra vez. De algún otro momento, de algún cruce en la calle,
de algún colectivo. La veo y siento que la conozco... y digo... “¿de dónde la
conozco?”... y pienso y pienso. Y hasta no sacarlo no paro. Por lo general me
acuerdo. Hay días que no, esos días son para mí en un punto, mejores. O sea, al
principio me gusta “jugar” a acordarme. Pero cuando no me acuerdo, como que
siento una especie de liberación. O sea, insisto, me gusta el juego, lo que
digo que a veces no está tan bueno acordarse de todo absolutamente todo.
Continúa.