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14 marzo 2014

El Forastero #10

10

Caminando entre las góndolas miraba a “la chica que estudia”, así la voy a nombrar: “la chica que estudia”. La miraba como un detective de Chandler mira a su sospechoso. Con distancia pero con un grado de cercanía que rozaba el acoso. La miraba como Scottie mira a Madeleine en Vértigo, con falsa calma, deduciendo, tratando de descifrarla, totalmente inmerso. “La chica que estudia” era hermosa, tenía una de esas caras que, si se lo propusieran podrían conquistar un continente entero. Tenía un saquito verde agua, mientras leía los apuntes, con una mano iba subrayando o haciendo anotaciones y con la otra sostenía una cadenita de plata que por momentos se lo llevaba a la boca. Lo mordía, o lo chupaba no sé. Yo parado la miraba por encima de las góndolas. Cada tanto bajaba la vista a los productos pero con el único fin de justificar mi paseo por allí, no me interesaba nada en particular. Lo que me interesaba estaba del otro lado de las góndolas, del otro lado del mundo. Sentada, estudiando, mordiendo la cadenita. La piel era extremadamente blanca, casi rosa, tenía una remera con voladitos o no sé qué en el cuello. La verdad soy pésimo describiendo ropa femenina. Pelo lacio, atado en un rodete arriba, alto. De un color entre el castaño claro y el naranja. Imposible quizás representarlo en una pintura, en un dibujo. A veces la realidad es tan certera que puede llegar a anularnos. Una pierna la tenía arriba de la silla, como para sentarse en posición indio pero sobre la silla (uno por lo general se sienta así en el piso) y a medias, con una sola pierna. All Stars negras, usadas, no desvencijadas pero tampoco nuevas. Hay ciertos detalles que hacen de las mujeres algo aún mejor. No sé por qué, pero me pasa. Sé que los calzados altos, y sobre todo los zapatos de tacos altos, levantas el culo, pero a mí el calzado bajo: zapatillas, chatitas, sandalias, me pueden. Le dan una belleza natural que no sé por qué me gusta. Me gustan mucho. Ojo, puntualmente en los zapatos de tacos logro apreciar la estilización de la cosa, pero donde voy con todo es con el calzado de plataforma, por Dios no, eso no. Al cuadro lo completaba unos finitos anteojos plateados. Estudiaba concentradísima, yo pensaba: “¿qué onda?, ¿cómo alguien le puede poner tanto empeño a algo?, tanta concentración a un libro de estudios. No se movía, no levantaba la cabeza, si respiraba era un milagro. En ese momento miré a la chica de la caja que me estaba mirando a mí. Me estaba mirando mirar a “la chica que estudia”, no como diciendo “¿qué haces, flaco?” (como hace un rato me había puesto los puntos) sino con una cara que no me esperaba. Era una mueca risueña, como con un dejo de simpatía,  algo le causaría gracia evidentemente, no sé. Al verla con una relativa cercanía noté el pelo mojado, debía haber entrado hace poco. Vive cerca. O estuvo en la casa de algún chabón, pensé. (Nada me parece más sexy que ver a una mujer por la calle con el pelo mojado). Enseguida emulé un principio de risa más bien incómoda (siempre es incómodo darse cuenta que lo están mirando a uno) y enfilé para mis aposentos. Ahora que lo pienso quizás ella también había esbozado esa suerte de risa porque yo la mire que me estaba mirando. En fin.

Sentado de nuevo en mi “refugio” personal de esa noche, y sin poder dejar de mirar a “la chica que estudia” empecé a pensar en una historia. Una idea que me repicaba en la cabeza desde hacía un año. Tenía la historia para una película, para un largo. Por supuesto que no podía escribir formalmente un guión, no sé, no podía, no me salía, pero la pensaba, la tenía ahí. Era una idea barroca, cargada, densa, pretenciosa. Un director de cine no hallaba a la actriz para su película. Luego de reiterados casting no podía encontrar a la protagonista para su film. El tipo se pasaba horas y horas viendo pasar mujeres en un set de casting. Una tras otra, y otra y otra. Y nada. Hasta que un día deambulando por una plaza, ve en una feria un dibujo hecho a lápiz negro de una chica, de una mujer que lo cautiva por completo. Increpa al dibujante de ese retrato y le pregunta sobre la mujer. Éste le dice que la mujer no existe, que la inventó, que esa cara no representa a ninguna mujer real. El director de cine, que no escucha razones, emprende de todos modos una búsqueda, una búsqueda desesperada. Tenía hasta ahí, no era gran cosa, pero la idea me desquiciaba, la imagen del dibujo de una mujer que no existe me parecía una idea acabada de lo que había visto en el cine. De todas las películas que me habían cacheteado en esta etapa de cinéfilo adicto. No sabía como seguir, tenía una imagen del tipo tirando el guión a la basura. Tenía otra del tipo corriendo bajo la lluvia tapándose la cabeza con el guión, la agua corría la tinta hasta hacer desaparecer las palabras, hasta convertir ese manojo de páginas en justamente eso, un manojo de hojas inservibles, manchadas con tinta negra, imposibles. Tenía esas vagas ideas, esas imágenes de posibles desenlaces, pero en el medio faltaba algo, faltaba la película. O sea, no tenía nada. La frustración del director en no encontrar a la actriz era mi frustración de no encontrar una historia, una película. No escribía el guión, pero apuntaba ideas en un cuaderno Rivadavia de colegio. No tenía nombre porque no tenía ni pies ni cabeza pero cuando lo nombraba por alguna razón lo hacía con la palabra “Casting”. No era el caso porque estaba solo en ese mini-mercado, pero al estar mirando a “la chica que estudia” la idea salía a flote, volvía a la luz ese manojo de elementos que me obsesionaban: básicamente, la mujer.  

Continúa. 

                       

1 comentario:


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